Corría el frío invierno del 2004. La pequeña ciudad de provincias hibernaba bajo una gruesa manta de nieve y escarcha. Un joven funcionario, que acababa de obtener una plaza en la Administración, se fue a vivir a la ciudad. Como el funcionario ocupaba tan solo un modesto puesto base, disfrutaba de jornada continua, por lo que pasaba las tardes cultivando cuerpo y mente. Vamos, que me metía unas siestas de pijama y orinal (pues no otro que yo era el joven funcionario y no era otra que Toledo la ciudad de provincias). Algunos días, antes de que el sueño me venciera, oía unos lúgubres aullidos provenientes de alguno de los otros pisos del bloque. Eran unos gritos antinaturales, algo así como: “¡Ggga! ¡Ggga! ¡Ggga!” Al principio no sabía a qué atribuirlos, ya que me parecía que semejantes gemidos no podían salir de garganta humana. Pensé (como estos toledanos son tan raros) que pudiera ser que alguna de las familias que ocupaban los otros pisos sufriese una cruel maldición, por la cual el primogénito nacía como una ser grotesco y bestial, al que mantendrían encerrado bajo siete llaves. Lanzaría esos aullidos cuando alguno de sus hermanos entrase en su habitación para llevarle agua y las sobras con las que lo alimentaban y vaciar el cubo en el que hacía sus necesidades. El monstruo le atacaría cegado por el odio y la sed de sangre que caracterizan a este tipo de criaturas y su hermano menor lo repelería con un aguijón para el ganado que portaría como defensa. Como con esos berridos no había dios que durmiera, me levantaba y me iba al salón o a la otra habitación, que es donde estudio y donde tengo el ordenador.
Un día, estando yo acostado, comenzó de nuevo a aullar el monstruo. Me di la vuelta, fastidiado, y decidí permanecer en la cama para ver si terminaba pronto con sus gritos. Al cabo de un rato me percaté de que, por debajo del sonido de los gemidos, se escuchaba un ñic-ñic que parecía propio de muelles. Momentos después, mientras estaba imaginando a qué podía deberse ese sonido, me dieron un susto que casi me hace saltar el corazón del pecho: Una voz inequívocamente masculina lanzaba unos ¡ah!, ¡ah!, ¡ah! que fácilmente podrían oírse hasta en Madrid. Parecía que el tío, o bien estaba teniendo el orgasmo de su vida o se había pillado el miembro con la puerta. Pues ni una cosa ni la otra, porque a esa tarde siguieron otras muchas, con mi consiguiente hilaridad ante semejante demostración orgásmico-operística. Solo me quedaba una duda: ¿Quién sería el objeto de las atenciones de nuestro Tarzán del sexo, o sea, el citado monstruo? Otro hombre, un camello, un ñandú… Desde luego no parece una mujer, pensaba. Si yo estoy pin-pan con una mujer y empieza a emitir esos sonidos, del miedo que me entra, trinco mi ropa bajo el brazo, salgo corriendo en bolas escalera abajo y no paro hasta Zocodover. Craso error: Una tarde el monstruo se interrumpió un momento en su horrísona cantinela para gemir con voz femenina: "¡Qué gusto! ¡Qué gusto!"
Cuando Dorami y yo empezamos a salir y vino por primera vez a mi casa, se lo conté, para que no la pillase desprevenida y no saliese de allí corriendo, como alma que lleva el Diablo, sumida en el pánico. Luego me confesó que no me había creído, que pensó que era un exagerado, hasta que un día que había venido a comer lo oyó y se horrorizó.
Pero bueno, como a todo se acostumbra uno, al final nos acabamos haciendo al monstruo. Cuando Dorami se vino a vivir conmigo, siempre que los oía me llamaba y los dos nos reíamos juntos, mientras ella murmuraba: “No me lo puedo creer…” Además, la historia del monstruo acabó convirtiéndose en un clásico en las cenas con nuestros amigos.
Hasta este verano.
Este verano, un día caímos en que hacía mucho tiempo que no oíamos al monstruo. Pasaron los días y el monstruo no daba señales de vida. Como en nuestro bloque hay muchos apartamentos alquilados y mucho movimiento de inquilinos, pensamos que tanto ella como su vocilguero “partenaire” se habían trasladado. Una lástima. Ya hasta les habíamos cogido cariño.
El jueves pasado yo estaba tranquilamente estudiando Arte Contemporáneo en la habitación del ordenador cuando, de pronto, Dorami se pone a darme voces desde el salón: “¡Ven, corre!” Eran ellos de nuevo. ¡El monstruo está VIVO y ha vuelto! ¡Ja, ja, ja, ja!
Un día, estando yo acostado, comenzó de nuevo a aullar el monstruo. Me di la vuelta, fastidiado, y decidí permanecer en la cama para ver si terminaba pronto con sus gritos. Al cabo de un rato me percaté de que, por debajo del sonido de los gemidos, se escuchaba un ñic-ñic que parecía propio de muelles. Momentos después, mientras estaba imaginando a qué podía deberse ese sonido, me dieron un susto que casi me hace saltar el corazón del pecho: Una voz inequívocamente masculina lanzaba unos ¡ah!, ¡ah!, ¡ah! que fácilmente podrían oírse hasta en Madrid. Parecía que el tío, o bien estaba teniendo el orgasmo de su vida o se había pillado el miembro con la puerta. Pues ni una cosa ni la otra, porque a esa tarde siguieron otras muchas, con mi consiguiente hilaridad ante semejante demostración orgásmico-operística. Solo me quedaba una duda: ¿Quién sería el objeto de las atenciones de nuestro Tarzán del sexo, o sea, el citado monstruo? Otro hombre, un camello, un ñandú… Desde luego no parece una mujer, pensaba. Si yo estoy pin-pan con una mujer y empieza a emitir esos sonidos, del miedo que me entra, trinco mi ropa bajo el brazo, salgo corriendo en bolas escalera abajo y no paro hasta Zocodover. Craso error: Una tarde el monstruo se interrumpió un momento en su horrísona cantinela para gemir con voz femenina: "¡Qué gusto! ¡Qué gusto!"
Cuando Dorami y yo empezamos a salir y vino por primera vez a mi casa, se lo conté, para que no la pillase desprevenida y no saliese de allí corriendo, como alma que lleva el Diablo, sumida en el pánico. Luego me confesó que no me había creído, que pensó que era un exagerado, hasta que un día que había venido a comer lo oyó y se horrorizó.
Pero bueno, como a todo se acostumbra uno, al final nos acabamos haciendo al monstruo. Cuando Dorami se vino a vivir conmigo, siempre que los oía me llamaba y los dos nos reíamos juntos, mientras ella murmuraba: “No me lo puedo creer…” Además, la historia del monstruo acabó convirtiéndose en un clásico en las cenas con nuestros amigos.
Hasta este verano.
Este verano, un día caímos en que hacía mucho tiempo que no oíamos al monstruo. Pasaron los días y el monstruo no daba señales de vida. Como en nuestro bloque hay muchos apartamentos alquilados y mucho movimiento de inquilinos, pensamos que tanto ella como su vocilguero “partenaire” se habían trasladado. Una lástima. Ya hasta les habíamos cogido cariño.
El jueves pasado yo estaba tranquilamente estudiando Arte Contemporáneo en la habitación del ordenador cuando, de pronto, Dorami se pone a darme voces desde el salón: “¡Ven, corre!” Eran ellos de nuevo. ¡El monstruo está VIVO y ha vuelto! ¡Ja, ja, ja, ja!
3 comentarios:
cuidadín con el monstruo....
besos.
JAJAJAJAJAJAJJA, es buenísimo, qué miedo!!
Eso es que "la novia" lo dejó y ahora ha encontrado una nueva criatura....
Te confundes, Peritoni. La novia... digo, el Monstruo, era ella. Como no sea que haya encontrado un nuevo chico tan voceras como el anterior.
Nosotros creemos que ha sido un tema médico. Les deben haber recomendado que dejen de mantener relaciones sexuales por prescripción facultativa, de su foniatra.
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